Por Boppo, el cronista beatnik del jazz
Dicen que en los años 60, cuando el tren aún serpenteaba
entre los sauces del Litoral, había una estación en Villa Elisa donde el jazz
florecía como un secreto bien guardado. No era un club, ni un teatro. Era un
viejo vagón abandonado, estacionado para siempre en un desvío cubierto de pasto
y melancolía. Allí, cada sábado por la noche, un puñado de músicos se reunía
bajo la tutela de Don Evaristo “Maní” Roldán, un saxofonista que había tocado
con Lalo Schifrin en sus años mozos, pero que eligió el anonimato del interior
para tocar sin relojes ni contratos.
El vagón vibraba con un jazz mestizo: chamamé en compás de
5/4, zambas con solos de contrabajo, y hasta un bandoneón que improvisaba como
si hubiera nacido en Nueva Orleans. Lo llamaban “el tren azul”, aunque su
pintura ya era un recuerdo oxidado. Nadie grabó esas sesiones. Solo quedan las
leyendas que murmuran los viejos del pueblo y una cinta perdida que, dicen,
guarda un solo de clarinete tan triste que hace llorar a los sauces.
Boppo, con su sombrero ladeado y su copa de ginebra, se
sienta en el andén del recuerdo. “El jazz argentino no solo vive en Buenos
Aires”, dice. “También respira en los rincones donde el olvido se vuelve
música.”